LA VENTANA ABIERTA

Saki

—Mi tía bajará en un momento —dijo la muchacha, que tendría unos quince años.

El señor Nuttel estaba haciendo una visita formal –por recomendación de su hermana– a personas que él no conocía. Su hermana creía que una cura de sueño en ese retiro rural debía acompañarse de relacionarse con gente del lugar.

—¿Conoce a muchas personas de aquí? —preguntó la joven.

—A nadie.

—Entonces no sabe nada de mi tía.

—Solo su nombre. Me lo dio mi hermana, que estuvo hace cuatro años.

—Su gran tragedia fue hace tres años —dijo la jovencita—. Es decir, después de que se fue su hermana.

—¿Su tragedia?

—Sí. Por eso dejamos esa ventana abierta —contestó señalando el ventanal que daba al jardín.

—¿Qué tiene que ver la ventana con la tragedia?

—Hoy se cumplen tres años desde que, por esa ventana, salieron a cazar su marido y sus dos hermanos menores. Jamás regresaron. Fueron tragados por el pantano y nunca se encontraron sus cuerpos. Mi pobre tía sigue creyendo que un día regresarán y entrarán, como siempre lo hacían, por esa ventana. Ellos y el perrito que los acompañaba. ¡Cuántas veces me habrá contado cómo salieron ese día! Su marido llevaba el impermeable blanco en el brazo. A veces, en tardes tranquilas como esta, tengo la horrible sensación de que ellos podrían volver a entrar por la ventana.

La jovencita tuvo un estremecimiento.

En ese momento, la tía entró al cuarto pidiendo disculpas por haberlo hecho esperar.

—Espero que Vera lo haya atendido bien.

—Sí, sí, me contó cosas muy interesantes.

—¿Le molesta la ventana abierta? Mi marido y mis hermanos salieron a cazar, y siempre entran por el ventanal. Van a dejar la alfombra a la miseria después de haber andado por la ciénaga.

Y siguió charlando alegremente sobre la caza y las posibilidades de encontrar patos en el invierno.

Al hombre, todo le resultaba espantoso. Quiso desviar la conversación hacia otros temas, y pensando que las enfermedades de los otros siempre interesaban a la gente, comenzó a hablar de las suyas y de la cura de sueño que debía hacer. Pero los ojos de la mujer volvían una y otra vez hacia la ventana.

En ese momento exclamó:

—¡Por fin vuelven! ¡Justo a hora para el té! ¡Están llenos de barro hasta los ojos!

El hombre miró a la jovencita, intentando transmitirle su comprensión. La muchacha miraba hacia la ventana con los ojos llenos de horror. Con un miedo que le brotaba desde adentro, el hombre miró en la misma dirección.

Tres figuras avanzaban hacia la ventana. Todos traían escopetas bajo el brazo y uno de ellos traía un abrigo blanco sobre los hombros. Los seguía un pequeño y cansado perro. Silenciosamente se acercaban a la casa.

El hombre agarró de un manotazo su bastón y su sombrero y huyó sin decir una palabra.

—Aquí llegamos —dijo el hombre del impermeable blanco, entrando por la ventana—. ¿Quién era ese que salió corriendo de aquí?

—Un hombre rarísimo, un tal Nuttel, que no hablaba de otra cosa que de sus enfermedades. Se fue corriendo, sin despedirse siquiera. Ni que hubiera visto un fantasma.

—Supongo que fue por el perro —dijo la jovencita—. Me contó que les tenía terror. Una vez, cerca del Ganges, lo persiguió una jauría de perros salvajes hasta un cementerio. Tuvo que pasar la noche en una tumba recién cavada, con los perros gruñendo y babeando encima de él. ¡Como para no tenerles miedo!

La especialidad de la muchacha era inventar historias al instante.

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