Guy de Maupassant
Estábamos contando historias en la vieja residencia de la calle de Grenelle. Entonces el marqués de la Tour-Samuel dijo con la voz algo temblorosa:
—La obsesión de mi vida es un extraño suceso que viví hace ya cincuenta y seis años, y que aún veo en sueños. Desde entonces me quedó en el alma una especie de terror. Ahora puedo confesarlo; ahora que tengo ochenta y dos años, me está permitido no ser valiente. Los ruidos inesperados me conmueven el corazón. Los objetos que apenas distingo en la oscuridad me dan ganas de correr despavorido. En fin, de noche tengo miedo.
Esta historia me ha perturbado tanto que la guardé en lo más íntimo de mí, pero ahora voy a contarla tal cual fue. He aquí los hechos.
En julio de 1827 yo estaba en Ruán paseando por el muelle, cuando creí reconocer a un hombre sin recordar quién era. Cuando me detuve, el extraño me miró y luego me abrazó.
Era un amigo de juventud. Hacía cinco años que no nos veíamos, pero parecía haber envejecido medio siglo. Tenía los cabellos blancos y caminaba encorvado. Como vio mi expresión de sorpresa, me contó su vida. Lo había deshecho una terrible desgracia.
Se casó con una joven de la que se había enamorado perdidamente. Después de un año de vivir apasionadamente, ella murió de una enfermedad del corazón, aniquilada, posiblemente, por el amor mismo. Mi amigo abandonó su castillo y fue a vivir a su residencia de Ruán, solitario, desesperado y consumido por el dolor.
—Ahora que te veo, quisiera pedirte que me hagas un gran favor —me dijo—. Que vayas a mi casa, y busques en el escritorio de mi habitación unos papeles que necesito con urgencia. No puedo mandar a otra persona porque es preciso mantener absoluta discreción. Y yo no volvería allí por nada del mundo. Te daré la llave de la habitación y un mensaje para el jardinero, para que te permita el acceso al castillo. Te invito a almorzar mañana y hablaremos de esto.
Prometí hacerle ese pequeño favor y, al día siguiente, estuve en su casa a las diez de la mañana. Cuando almorzamos, me pareció particularmente agitado, como si se estuviera librando un misterioso combate en su alma. Me dijo que lo perturbaba pensar que yo iba a entrar a esa habitación donde yacía su felicidad. Por último, me explicó que debía traer dos paquetes de cartas y un fajo de papeles que se hallaban en el primer cajón de la derecha del escritorio.
Me fui alrededor de la una a cumplir mi misión. El día estaba radiante y yo atravesaba los prados, escuchando el canto de las alondras. Al ingresar en el bosque, aminoré la marcha de mi caballo. Me sentía colmado de una dicha inexplicable.
Al llegar al castillo, tomé la carta para el jardinero y comprobé con asombro que estaba lacrada, cosa que me disgustó mucho. La mansión parecía abandonada desde hacía veinte años. La tranquera estaba abierta y podrida. Golpeé la puerta, y salió un viejo que pareció sorprendido de verme. Le entregué la carta. El viejo la leyó y la releyó, luego la guardó en el bolsillo, me estudió unos instantes y dijo:
—Bueno, ¿qué desea?
—¿No acaba de leerlo? Quiero entrar en el castillo —respondí bruscamente.
—Entonces —dijo como aterrado— ¿usted va a entrar en su habitación?
—¿Y usted pretende interrogarme? —dije impaciente.
—No señor, pero... es que... es que la habitación no se ha abierto desde... desde la muerte. Espéreme cinco minutos que voy a ver si ... a ver si ...
Entonces lo interrumpí colérico:
—Indíqueme la escalera y déjeme. La habitación la encontraré solo.
Lo aparté decidido e ingresé en la casa. Atravesé la cocina, luego dos pequeñas habitaciones y subí la escalera. Cuando llegué a la puerta la reconocí, por lo que me había indicado mi amigo. La abrí y entré.
Me detuve por el olor a humedad propio de las piezas deshabitadas, de las piezas muertas. Luego, cuando mis ojos se habituaron a la oscuridad, pude ver que estaba en una gran habitación desordenada, con una cama sin sábanas, pero con colchón y almohadas, una de las cuales tenía una profunda huella que parecía la de una cabeza. Observé que la puerta del armario estaba entreabierta.
Quise abrir la ventana para que entrara luz, pero los pestillos de los postigos no cedieron, estaban muy herrumbrados. De todos modos, mis ojos ya se habían acostumbrado perfectamente a la oscuridad, así que me dirigí al escritorio.
Me senté, abrí el cajón indicado y, cuando comencé a buscar los tres paquetes, creí sentir un rumor a mis espaldas. Pensé que solo era una corriente de aire y seguí buscando. Un minuto después, un movimiento casi imperceptible me produjo escalofríos. Me pareció tonto asustarme así que no le di importancia. Ya había hallado el segundo paquete, y cuando estaba por tomar el tercero, un penoso suspiro me hizo dar un salto.
Detrás del sillón adonde había estado sentado un segundo antes, una mujer alta, vestida de blanco, me miraba de pie. Estuve a punto de caer de espaldas. Pero ¿cómo explicar ese terror que hace naufragar el alma y que se paralice el corazón? No creo en fantasmas, pero el horrible miedo de los muertos me hizo estremecer.
Creo que si ella no hubiese hablado me hubiera muerto. Pero habló. Y lo hizo con una voz dulce y dolorosa. Me sentí perdido al punto de no saber que hacer, pero el orgullo que hay en mí me permitió conservar una honorable compostura.
—¡Oh! señor, usted puede hacerme un gran favor —dijo ella—. Usted puede salvarme, curarme. ¿Lo podrá hacer? Sufro tanto. ¿Lo hará usted?
Dije “sí” con la cabeza, pues todavía no podía hablar.
—Necesito que me peinen. Míreme la cabeza. ¿Sabe usted cuánto sufro y cuánto mal me hacen los cabellos? ¡Oh! señor, péineme, péineme que eso me curará.
Sus cabellos sueltos, largos y negros, caían por el respaldo del sillón y parecían tocar el suelo. Recibí temblando el peine y no sé por qué tomé en mis manos esos cabellos que producían una atroz sensación de frío en la piel, como si fueran serpientes. Una sensación que ha quedado en mis dedos y todavía me estremece.
La peiné. No sé cómo hice para arreglar esa cabellera de hielo. Ella inclinaba la cabeza y suspiraba, parecía feliz.
—¡Gracias! —me dijo de pronto. Me arrancó el peine de las manos y se fue por la puerta que yo había visto entreabierta.
Quedé solo y durante unos instantes me sentí perturbado. Cuando recobré los sentidos, corrí a la ventana y rompí los postigos para que entrara la luz. Me precipité hacia la puerta por donde ella se había ido, pero la encontré cerrada e inexpugnable. Entonces me invadió el pánico, y sentí deseos de huir. Tomé los paquetes, salí corriendo de la habitación, bajé las escaleras a los saltos, y me encontré afuera sin saber por dónde salí. Monté en mi caballo y partí al galope.
Sólo me detuve cuando llegué a Ruán y estuve delante de mi casa. Bajé del caballo, corrí a mi habitación y me encerré a reflexionar. Me estuve preguntando durante una hora si no había sido víctima de una alucinación. Estaba a punto de creerlo, cuando me acerqué a la ventana y vi que tenía la chaqueta llena de largos cabellos que se habían enredado en los botones. Los saqué uno por uno y los arrojé afuera con los dedos temblorosos.
Como estaba demasiado conmovido para ver a mi amigo ese día, le envié las cartas con un asistente. Recién al día siguiente fui a su casa resuelto a decirle la verdad, pero no lo encontré. Había salido la noche anterior y no había regresado. Volví más tarde pero no apareció, y en una semana, tampoco.
Decidí avisar a la justicia. Lo buscaron por todas partes, pero no encontraron ningún indicio de su paradero ni de su desaparición. Se realizó una inspección minuciosa del castillo, pero no se encontró ninguna huella de que hubiera una mujer oculta allí. Luego las búsquedas se interrumpieron y, desde hace cincuenta y seis años, no he sabido nada más.
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