Edgar Allan Poe es reconocido como uno de los autores fundamentales más representativos
de la literatura fantástica. Tanto Europa como América lo leyó, admiró
y recibió su influencia.
1. Leé, a continuación, un cuento de Edgar Allan Poe
escrito en el año 1842.
El castillo en el que mi criado se había decidido a entrar por la fuerza, antes de dejarme en mi grave estado pasar la noche al aire libre, era uno de esos edificios construidos con una mezcla de lobreguez y esplendor que, durante mucho tiempo, se han alzado en los Apeninos, tan reales como en la imaginación de la señora Radcliffe. En apariencia, había sido abandonado recientemente, aunque de forma temporal. Nos instalamos en una de las habitaciones más pequeñas y menos suntuosas, ubicada en una apartada torre del castillo. Su decoración era rica, aunque gastada y antigua. Sus paredes estaban cubiertas de tapices y adornadas con múltiples y variados trofeos heráldicos, junto con un gran número de pinturas modernas en marcos con arabescos de oro. Esas pinturas, que colgaban no solo de las paredes sino que también aparecían en los diversos nichos de la extraña arquitectura del edificio, causaron en mí un profundo interés, tal vez por mi incipiente delirium. Ordené a Pedro que cerrara las pesadas persianas de la habitación porque ya era de noche, que encendiera los altos candelabros que se alzaban en la cabecera de mi cama y que abriera las cortinas de terciopelo negro que la envolvían. Deseaba que todo esto se hiciera para poder entregarme, si no al sueño, sí a la contemplación de estas pinturas y a la lectura de un pequeño libro que había hallado sobre la almohada, que criticaba y describía los cuadros.
Leí mucho tiempo y observé las obras con mucha devoción. Las horas pasaron volando rápida y placenteramente y pronto se hizo medianoche. La posición de los candelabros me disgustaba y, estirando la mano con dificultad –en lugar de despertar a mi sirviente–, los coloqué de modo que iluminaran mejor el libro.
Sin embargo, este movimiento produjo un efecto completamente imprevisto. Los rayos de las numerosas velas (había muchas) cayeron en un nicho de la habitación que se había mantenido oculto hasta el momento a causa de una de las columnas de la cama. Así pude ver a toda luz una pintura que no había visto antes. Era el retrato de una joven que empezaba a madurar y a convertirse en una mujer. Miré la pintura rápidamente y después cerré los ojos. No pude entender por qué lo hice. Pero mientras mis ojos permanecían cerrados, se cruzó por mi mente la razón de mi actitud. Era un movimiento impulsivo a fin de ganar tiempo para pensar, para asegurarme de que la vista no me había engañado, para calmar y tranquilizar mi imaginación, para poder mirar de forma más sobria y certera. En unos minutos, observé fijamente la pintura otra vez.
Ahora no podía dudar de haber visto bien, ya que la primera luz de la vela sobre la tela había parecido disipar el estupor de ensoñación que pesaba sobre mis sentidos y me había despertado.
El retrato, como he dicho, era de una mujer joven. Mostraba solo la cabeza y los hombros y estaba realizado con la técnica denominada vignette, al estilo de las cabezas favoritas de Sully. Los brazos, el seno y hasta las puntas de su brillante cabello se mezclaban de forma imperceptible con la vaga pero profunda sombra formada por el fondo del retrato. El marco era oval, muy adornado y afiligranado en estilo morisco, como una pieza de arte; pero para nada era tan admirable como el retrato en sí. Sin embargo, no podía ser la ejecución de la obra ni la inmortal belleza del retrato lo que tan vehementemente me había emocionado. Menos aún era posible que fuera mi imaginación, sobresaltada de su adormecimiento, lo que había confundido la cabeza con una persona viva. De repente, vi que las peculiaridades del dibujo, de la vignette y del marco tenían que haber rechazado semejante idea, impidiéndome incluso que me distrajera por un momento. Me quedé pensando profundamente en estos temas durante una hora, tal vez, medio sentado, medio reclinado, con la vista posada en el retrato. Por fin, satisfecho con el verdadero secreto de su efecto, me dejé caer en la cama. Había descubierto que el hechizo del retrato era la absoluta apariencia de vida de la expresión que primero me había sorprendido y después me había confundido, sometido y aterrado. Con profundo y reverente temor, coloqué el candelabro en su posición inicial. La causa de mi gran agitación había desaparecido de mi vista y busqué ansiosamente el libro que hablaba de las pinturas y su historia. Me detuve en el número que designaba el retrato oval y leí las vagas y extrañas palabras que siguen:
«Se trataba de una doncella de singular belleza, tan encantadora como alegre. Fatal fue la hora en que vio, amó y desposó al pintor. Él, apasionado, estudioso y austero, tenía ya una prometida en su arte. Ella, una doncella de singular belleza, tan encantadora como alegre, pura luz y sonrisa, traviesa como un cervatillo, lo amaba y lo mimaba, y odiaba solo al arte que era su rival, y temía solo a la paleta, los pinceles y otros instrumentos molestos que la privaban de la contemplación de su amado. Fue terrible para la dama oír hablar al pintor de su deseo de retratarla. Pero ella era humilde y obediente, y permaneció sentada durante muchas horas, posando en la elevada y oscura habitación de la torre donde la luz solo caía desde lo alto sobre la pálida tela. Pero el pintor se vanagloriaba de su obra, en la que trabajaba horas y horas, días y días. Era apasionado y salvaje, un hombre de carácter, que se perdía en sus ensueños y no veía que la luz que caía tan débilmente en la solitaria torre marchitaba el espíritu de la joven, que se consumía a la vista de todos, salvo a la suya propia. Sin embargo, ella seguía sonriendo, sin quejarse, porque veía que el pintor (de gran renombre) obtenía un ardiente placer en su trabajo y luchaba día y noche para retratar a la que tanto lo amaba y que, no obstante, se debilitaba día tras día. A decir verdad, algunos de los que contemplaban el retrato hablaban en voz baja de su parecido, como de una asombrosa maravilla y como prueba tanto del poder del pintor como del profundo amor por aquella a quien retrataba tan bien. Sin embargo, finalmente, a medida que la labor llegaba a su fin, no dejó que nadie entrara en la torre, ya que estaba exaltado en el ardor de su trabajo y casi no apartaba los ojos de la tela, ni siquiera para observar el rostro de su esposa. Y no quería ver que los tintes que esparcía en la tela eran extraídos de las mejillas de aquella mujer sentada a su lado. Cuando pasaron varias semanas y quedaba poco por hacer, excepto un retoque en la boca y una pincelada en el ojo, el espíritu de la mujer osciló, vacilante como la llama de la lámpara. Y después aplicó el retoque y la pincelada. Por un momento, el pintor quedó en trance ante la obra que había realizado; pero a continuación, mientras seguía mirando, comenzó a temblar y palideció y tembló mientras gritaba: “¡En verdad, esta es la Vida misma!” y, al volverse de improviso para mirar a su amada, estaba muerta».
Edgar Allan Poe, El escarabajo de oro y otros cuentos , Buenos Aires, Longseller, 2013.
2. ¿Cuáles son los indicios en el cuento que dan lugar a lo fantástico?
3. Poe sostenía, en sus teorizaciones, que «el cuento debe partir de una intención preestablecida para lograr un único efecto». ¿Cómo podrías explicar esta idea a partir del cuento El retrato oval ?
4. La escritora uruguaya Mercedes Estramil sostiene que: “En la literatura de Poe el horror es un estado del alma, algo de lo que no se vuelve”. ¿Cómo se refleja esta visión del horror en el cuento leído?
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