Jacob y Wilhelm Grimm
Hace mucho tiempo, había una niña muy buena y bonita. Quienes la conocían, la querían; en especial, su abuela. Un día, le regaló una caperuza de terciopelo rojo, y como le quedaba muy bien, la pequeña no quería usar otra cosa.
De tanto lucir la hermosa caperuza, todo el mundo la llamaba “Caperucita Roja”.
—Caperucita —le dijo su madre un día—, ahí tienes unos pasteles y una botella de vino; llévaselos a tu abuela, que está enferma y le sentarán bien.
Después, le pidió que saliera antes de que hiciera más calor, y que fuera por el camino más corto.
—Tampoco saltes ni corras, porque puedes caerte y romper la botella —agregó—. Y cuando entres en su cuarto, ya sabes, tienes que decir “Buenos días”. Otra cosa, no te entretengas a curiosear por los rincones.
Caperucita Roja se despidió de su mamá, tomó la cesta con los pasteles y se puso en marcha. Al principio, siguió las instrucciones de su madre, pero, al rato, por seguir el vuelo de una mariposa, se desvió del camino corto.
Y pasó que, en medio del bosque, la niña se cruzó con el lobo. Como no sabía que se trataba de una fiera maligna, no se asustó al verlo. Y, cuando la saludó, le contestó con una sonrisa.
—¿Adónde vas tan temprano? —le preguntó el lobo.
—A casa de mi abuelita.
—¿Y dónde vive tu abuela?
—Bosque adentro; su casa está junto a tres grandes robles, después de los avellanos; seguro que la conoces —explicó.
Mientras tanto, el lobo pensaba que la niña iba a resultar un sabroso bocado. Pero tampoco pensaba despreciar a la abuela.
—Caperucita —dijo para distraerla—, mira lo coloridas que son las flores que hay por aquí. ¿Por qué no te paras a mirarlas?
Al ver el suelo cubierto de flores, pensó: “Es muy temprano, y tendré tiempo”. Entonces, dejó su canasta a un costado y se puso a cortar flores. Y en cuanto cortaba una, asomaba otra más bonita y, de esta manera, se alejó cada vez un poco más.
Por su parte, el lobo corrió hasta la casa de la abuela y, al llegar, llamó a la puerta.
—¿Quién es? —dijo alguien desde adentro.
—Soy tu nieta querida que te trae pastel y vino. ¡Abre!
—¡Empuja y entra! —dijo la abuela—; estoy muy débil y no puedo levantarme.
Entonces, el lobo abrió la puerta y, sin pronunciar palabra, se dirigió al dormitorio de la abuela y, de un solo bocado, la devoró. Después, se puso uno de los camisones de la anciana, se colocó la cofia y se metió en la cama.
Cuando Caperucita tuvo un ramillete grande, apuró el paso. Al llegar a lo de su abuela, le extrañó ver la puerta abierta, sin embargo, entró confiada en el cuarto.
—¡Hola, buenos días! —saludó como le había pedido su madre.
Como no obtuvo respuesta, se acercó a la cama y vio a su abuela con un aspecto extraño.
—¡Ay, abuelita! ¡Qué orejas más grandes tienes!
—Para escucharte mejor.
—¡Ay, abuelita, qué manos tan grandes tienes!
—Para acariciarte mejor.
—¡Pero, abuelita! ¡Qué boca más grande tienes!
—¡¡¡Para comerte mejor!!! —aulló el lobo y saltó sobre la pobre niña para devorarla.
Después del banquete, el animal volvió a la cama y se durmió.
Pero, como todas las tardes, un cazador pasó por el lugar y los ruidos le llamaron la atención.
—¡Caramba —se dijo—, cómo ronca la abuela! Voy a pasar, no sea que le haya ocurrido algo.
Entró al dormitorio y encontró al lobo durmiendo. Ya estaba por dispararle, cuando pensó que, quizá, la fiera había devorado a la abuela y que todavía podía salvarla. Entonces, con unas tijeras, le abrió la barriga.
Después de los primeros cortes, vio brillar la caperuza roja, y enseguida, salió la niña diciendo:
—¡Ay! ¡Qué susto tan grande! ¡Qué oscuro estaba allí!
Después, salió la abuela, que casi no podía respirar. Enseguida, Caperucita corrió a buscar grandes piedras y llenó la barriga del lobo con ellas.
Al despertar, la bestia intentó huir, pero las piedras en su panza pesaban tanto, que cayó muerto.
Los tres estaban muy felices. El cazador sacó la piel al lobo, la abuela comió los pasteles y bebió el vino, y la niña prometió no desobedecer nunca más a su madre.
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