Hrothgar, el rey de los daneses, se hallaba celebrando una grandiosa fiesta con sus nobles
y guerreros cuando, atraído por el sonido de las arpas y las risas, un temible monstruo
se acercó durante la noche a fisgonear a través de las ventanas del salón.
Su nombre era Grendl, hijo de Wolkja. Al ver que nobles y guerreros ya se habían dormido,
sin misericordia, arrancó a treinta de los allí presentes y huyó rápidamente rumbo a
su guarida, ávido de comenzar a devorar su botín.
Al amanecer, los hombres comprendieron la magnitud del hecho perpetrado por Grendl.
Se oyeron grandes lamentos, y muchos jefes poderosos, curtidos en mil batallas,
lloraron por sus compañeros perdidos.

La bestia volvió la noche siguiente y, nuevamente, debieron el rey y sus nobles llorar
a sus compañeros caídos. La tragedia se repitió una y otra vez.

Pero los guerreros de Hrothgar, soldados probados en terribles batallas, no se animaban
a enfrentarse al feroz enemigo; y de allí en más, el salón permaneció
desierto durante las noches.

Hrothgar, el rey, sufría la más cruel de las amarguras viendo las constantes bajas de sus compañeros, y ninguno de sus guerreros se atrevía a enfrentar a la bestia que, animada por su aún más aterradora madre, atacaba con sus garras a los hombres.

La noticia se fue conociendo hasta llegar a una tierra cuyos guerreros eran los hombres más fuertes y valientes de aquellos días. El rey y su consejo de ancianos decidieron quién era la persona indicada para ayudar a Hrothgar y a los daneses: era Beowulf, uno de los nobles preferidos por toda la corte por su valentía y conducta irreprochable. Beowulf se sintió honrado por la elección y preparó los barcos para su partida.

Después de dos días de viaje, la quilla del barco rozó la arena de la playa: el viaje había terminado y, una vez en tierra, Beowulf y los quince nobles que lo acompañaban, vestidos con sus armaduras, agradecieron a los dioses haber tenido viaje rápido y sin contratiempos.

Cuando Beowulf llegó frente al rey de los daneses, le dijo: “Soy pariente y servidor del rey Hygelac. Sabemos de las malévolas correrías de Grendl. Por esa razón, los hombres sabios me han solicitado, soberano Hrothgar, que os buscara, porque conocen la fuerza de mi brazo. Ahora estoy comprometido con mi gente y con la vuestra a terminar con ese maligno Grendl”.

El anciano rey aceptó y agradeció al valiente Beowulf.

Llegada la noche, los guerreros que cuidaban el salón dormían, excepto Beowulf, que vigilaba y presentía el combate inminente. Y no fue defraudado por el merodeador de las tinieblas, que llegó desde los pantanos donde moraba y, empujando con una sola mano las pesadas puertas de la entrada, se desplazó hasta el centro del salón, con los ojos ardiendo como brasas.

Disimulado en la penumbra, Beowulf vigilaba, con la paciencia de una fiera al acecho, esperando el próximo
movimiento de la perversa criatura. Grendl se encaminó hacia uno de los guerreros dormidos, lo levantó en sus
brazos para llevárselo al pantano.

Beowulf se enfrentó al monstruo quien, al sentir sobre su brazo la presión que ejercían las manos del valiente,
comprendió que jamás había encontrado otro hombre con tanta fuerza en sus dedos. La horrible bestia,
repentinamente, se sintió atemorizado y quiso huir a refugiarse en su escondite. Beowulf la aferró con fuerza.

Desde el interior del salón se escucharon estrepitosos ruidos de pesadas mesas y muebles arrojados contra las
paredes. Poco tiempo después, al estruendo se sumó un alarido que heló la sangre de los daneses: Grendl, el cofrade de los demonios, aullaba a los cielos su derrota a manos del más poderoso de los guerreros vivos.

¡La gloria quedaba en manos de Beowulf, y Grendl, mortalmente herido, corría tambaleante a refugiarse en su
apestosa cueva de las montañas!

Beowulf cumplió con su promesa y los daneses volvieron a tener paz, aunque solo por un tiempo.

Anónimo, Beowulf,
Buenos Aires, Longseller, 2010. (Adaptación).

 

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