AUDIOCUENTO: LA EMBRUJADA

El primer sábado de las vacaciones de invierno,
Facundo y León viajaron a Córdoba para descansar y divertirse
durante una semana. Los acompañaba Isabel, la abuela de Facundo.
Un taxi los esperaba en el aeropuerto para llevarlos a través
de las sierras hasta la puerta misma de “La embrujada”,
la casa donde se alojaron.

—¡Ay!, Isabel, ¡nos trajiste al castillo de Drácula!
—dijo León cuando estuvieron adentro.

—No digas eso, nene, mi amiga Rosario
fue generosa al ofrecérmela —dijo ella—. Es antigua, tenés razón, ella me comentó que
está en su familia desde siempre. Pasa que hace tiempo que nadie viene y la limpia, por eso, da mala impresión.

Justo en ese momento, la puerta de calle se abrió de par en par sin que nadie la
hubiera tocado. De pronto, entró un perro. Alto. Negro desde el hocico hasta las patas. Sus orejas
puntiagudas. Con los ojos colorados y los dientes afilados. Tenía olor a perro sucio.

—¡Puajj! ¡Qué asco!, este perro huele a... —dijo Facundo entre arcadas.

La señora se acercó al animal y lo sacó sin ningún temor.

—Tranquilos —dijo—, ya vuelvo. Y ustedes, empiecen a acomodar
sus cosas porque con todo desordenado, lo que es poco lindo parece horrible.

Al rato, después de desarmar sus bolsos y de ayudar a Isabel
con la limpieza, los dos amigos salieron al parque.

—¡Mirá la casilla del perro! —dijo León una vez afuera—.
Tiene escrita la palabra “Asma”. ¿Por qué lo habrán llamado así?

—Menos mal que no le pusieron “Baldosa”, jaja.

—Dale, juguemos. Allí está el bicho. ¡Aquí, Asma! —llamó—. Vamos a correr.
Pero, pese al esfuerzo y al buen humor de los chicos, el animal se mostró arisco.

—No sé por qué, pero ese perro tiene algo que me impresiona —dijo Facundo.

—¡Bah, dejalo! Vení —propuso León—, caminemos hasta aquella sierra. Más tarde, a la hora de cenar, cansados de correr, se sentaron a la mesa para hacer planes. Aunque poco pudieron hablar
porque Asma no hizo más que ladrar.

—Bueno —dijo la abuela—, es hora de ir a la cama.

Al otro día, su nieto fue el primero en levantarse. Tenía cara de cansado.

—Abuela —protestó cuando llegó su amigo—, solo a vos se te ocurre golpear
la puerta de los dormitorios a la madrugada. No pudimos dormir.

—Soñaste —contestó la mujer ante la sorpresa de los chicos.

—Facu —preguntó León no bien estuvieron a solas—, ¿no será sonámbula tu abuela?

—¡No!, ¿qué decís? Por ahí, fue Asma, capaz que entró por una ventana.

Como la explicación pareció razonable, decidieron revisar el lugar. Encontraron la puerta de atrás entreabierta.
Más tranquilos y seguros de que había sido el perro, dejaron el tema y se fueron a pescar. Pero esa noche,
antes de acostarse, los tres dejaron todo bien cerrado.

Al día siguiente, fue Isabel la que se quejó.

—¿Se puede saber quién fue el gracioso que tiró toda mi ropa al piso?

Cuatro ojos asustados se clavaron en su cara.

—Dormimos juntos y nadie salió del dormitorio
—aseguró Facundo.

Por un momento, Isabel se puso pálida,
pero enseguida, los colores volvieron a sus mejillas.

—¡Pero qué tontos somos! Esta fue mi amiga.
Es la única que tiene la llave de la casa.
Seguro que nos hizo una broma.
Vengan, vamos a verla, vive acá cerca.

Pero cuando quisieron salir, no pudieron.
Las llaves parecían rotas. Tironearon de las
dos únicas puertas que había sin conseguir abrirlas y gritaron.

Sin embargo, nadie los ayudó. Hasta que, por fin, rompieron el ventanal de la cocina y salieron por allí.
Facundo esperó afuera, mientras su abuela y León armaban los bolsos.

Mientras tanto, las luces se encendían solas, las puertas crujían y los vidrios estallaban. Después, cuando ya estaban en el parque, descubrieron que el perro y la casilla habían desaparecido. En el césped, solo quedaba un cartel con el nombre completo del animal. En ese cartel, se leía “FANTASMA”. Entonces, con horror, dieron la espalda a “La embrujada”. Después, empujados por un viento extraño, se alejaron de allí sin volver la cabeza ni una sola vez.


Olga Drennen